Desde que
Facebook se popularizó la mayoría de nosotros nos creamos una cuenta. Entusiasmados ante la posibilidad de contactar con aquel vecino con el que intercambiamos tres palabras hace 10 años,
nos pusimos a buscar a todo aquel que se nos ocurriese. Comenzamos a agregar “amigos” a diestra y siniestra emocionados por poder finalmente entrar en contacto nuevamente con aquellos con los cuales lo habíamos perdido.
Vale, eso fue al principio. No obstante, tras agregar a esta millonada de personas descubrimos que con la mayoría la cosa no prospero más allá de una pequeña conversación inicial para decir; “¿Qué tal has estado tras tanto tiempo?”.
De repente nuestra cuenta estaba conformada por decenas de personas denominadas “amigos”. Personas que realmente no consideramos nuestros amigos salvo por quizás un 10% del total.
Luego nuestra tía, nuestro primo, nuestra madre y nuestra abuela se crearon una cuenta de Facebook y claro, querían estar en contacto con nosotros. Accedimos a ello y con ello ya debíamos censurar ligeramente nuestras publicaciones para no lidiar con una navidad incómoda.